
La fe es poderosa, y es por ello que muchos han pensado en vivir como si tras la muerte se mirase la vida. Abundan los casos de vidas habitadas por la indiferencia que, tras su muerte, fascinaron a generaciones posteriores. Pero tampoco son pocos los ejemplos de grandes hombres olvidados por el ego del tiempo. Son escasas las ciudades que olvidarían el 57 aniversario de la muerte de su propio Wenceslao Fernández Flórez.
Fue un niño tímido que iba para médico pero que la muerte prematura de un padre generoso truncó. Solo con 21 años ya dirigía, desde su sillón brigantino en el periódico La Defensa, su propia lucha contra el caciquismo. La búsqueda de un lugar para la palabra fue uno de sus grandes retos -acosado por la hegemonía de una novela vulgar en aquel tiempo-, un camino que el coruñés tuvo que afrontar en sus obras.
Wenceslao siempre fue a contracorriente. Mientras la mayor parte de la sociedad letrada vivía de espaldas hacia nuestra cultura y lengua propias, él se posicionó desde el sillón S que ocupaba en la Real Academia Española para exigir plenos derechos lingüísticos para el gallego. Nunca entendió nuestra lengua madre como expresión pintoresca o representación folclórica de un pueblo analfabeto. Wenceslao pues, con su feliz tenacidad, supo enarbolar la bandera del idioma junto a otros como Castelao, al que llamaba «el Gandhi gallego». Más tarde, los intelectuales Xaime Illa Couto, Carlos Casares o Del Riego supieron devolverle el favor, creando la Fundación Wenceslao Fernández Flórez.
Y casi con más reconocimiento fuera que dentro de España, donde no existe, salvo la fundación que financia la Diputación de A Coruña y el colegio que se encuentra en Cuatro Caminos, ningún recordatorio del padre de El bosque animado, que se convirtió tras su muerte en uno de los más prolíferos escritores de esta ciudad. Ni un mero tweet de la alcaldesa, y mucho menos del concelleiro de cultura. Quizás, estimado Wenceslao, sus libros son muy grandes para unos ojos tan pequeños.

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